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En otro sitio

  • Foto del escritor: J. L. Benítez
    J. L. Benítez
  • 2 ago 2015
  • 2 Min. de lectura

A: las tres valientes que rompieron con el silencio.


Son las ocho de la noche o bueno, al menos eso creo, últimamente no me preocupo por esas cosas. Supongo que son las ocho porque a esa hora solemos cenar mi familia y yo, mi esposo es puntual en eso de sentarnos a comer. A mí me resulta indiferente, la verdad no sé porque estoy con ellos.

Mis dos hijos y mi marido se sientan a mí alrededor en una mesa redonda color verde justo en el centro de la cocina. Hoy le tocaba a mi esposo cocinar y como era de esperarse terminamos pidiendo comida china. No es algo que me desagrade y mis hijos preferían la idea y la verdad yo estoy mejor sabiendo que no como algo que sus sucias manos prepararon.

Entonces estoy hay senda y me voy a otro lado, a ese mundo de los pensamientos donde mi cuerpo se ve tan distante siento que todo es tan ajeno… Ese cuerpo que está en la mesa ya no es mío, y esas personas me resultan extraños. Es como si otra persona estuviese usando mis manos, sosteniendo esos palillos y jugando con el arroz frito, mientras yo me hundo en las lagunas de mi mente.

No quiero saber nada de aquel mundo al cual no pertenezco ya. Las cosas que me pasaron me orillan a irme lejos y me quitan el deseo de volver. Me secuestraron, la verdadera yo esta distante y aunque mi cuerpo está sentado en aquella mesa comiendo arroz frito a mi ser la suplantaran con la ruda realidad.

Entonces lo mejor que hago es irme al fondo de mi misma para no volver a esa mesa, a ese dolor, donde puedo estar segura, y dejar atrás a ese cuerpo sucio y profano para que haga lo que se suponía yo tenía que hacer, convivir y sonreír.

¿Pero eso me ayuda? ¿No será que solo estoy evadiendo todo, que prolongo mi sufrimiento y dejo que mi dolor crezca? Sí, porque la guarida del sufrimiento es el silencio es donde se refugia y crese para converse en un monstro. No, tengo que salir de aquí, no puedo dejar que esa otra indulgente y frágil mujer se quede en mi cuerpo alimentado al dolor.

A lo lejos escucho la voz de mis hijos primero como un murmullo lejano que, poco a poco se hace más cercano; los escucho decirme: “Mamá ¿estás bien? “, “¿estás bien? Justo para cuando reacciono y veo sus caras perplejas, como si me estuviesen buscando por años y me presentara ante ellos por primera vez en mucho tiempo.

Estoy a punto de decirles que no, que estoy terrible, que no soy la misma madre que les daba las buenas noches, que necesito irme de ahí y buscar ayuda. Y justo cuando voy a confesar todo siento la densa mirada de mi esposo que sigue masticando. Sin decir palabra alguna su mirada me dejo un mensaje claro, que recorrió mi ser helando mi cuerpo. “Todo bien hijito” le contesto a mi hijo, sonrió y vuelvo a irme en mis pensamientos. Al silencio, al nido de mi sufrimiento.

 
 
 

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